jueves, abril 10, 2008


Palacio Salvo, Montevideo (Foto: Elisabeth Roig).


Aquella civilización puede abundar, o abunda indudablemente, en sugestiones y en ejemplos fecundos; ella puede inspirar admiración, asombro, respeto; pero es difícil que cuando el extranjero divisa de alta mar su gigantesco símbolo: la Libertad de Bartholdi, que yergue triunfalmente su antorcha sobre el puerto de Nueva York, se despierte en su ánimo la emoción profunda y religiosa con que el viajero antiguo debía ver surgir, en las noches diáfanas del Atica, el toque luminoso que la lanza de oro de la Atenea del Acrópolis dejaba notar a la distancia en la pureza del ambiente sereno.
(...)
Existen ya, en nuestra América latina, ciudades cuya grandeza material y cuya suma de civilización aparente, las acercan con acelerado paso a participar del primer rango del mundo. Es necesario temer que el pensamiento sereno que se aproxime a golpear sobre las exterioridades fastuosas, como sobre un cerrado vaso de bronce, sienta el ruido desconsolador del vacío. Necesario es temer, por ejemplo, que ciudades cuyo nombre fue un glorioso símbolo de América; que tuvieron a Moreno, a Rivadavia, a Sarmiento; que llevaron la iniciativa de una inmortal Revolución; ciudades que hicieron dilatarse por toda la extensión de un continente, como en el armonioso desenvolvimiento de las ondas concéntricas que levanta el golpe de la piedra sobre el agua dormida, la gloria de sus héroes y las palabras de sus tribunos, puedan terminar en Sidón, en Tiro, en Cartago.

José Enrique Rodó (Montevideo, 1871-Palermo, Sicilia, 1926), Ariel, Ediciones El Andariego, Buenos Aires, 2005.

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