jueves, agosto 15, 2013

Orlando en verso y prosa, II

1. El combate de Reinaldo con el sarraceno

Menester es decir que, antes de enfrentarse, Reinaldo y el rey Sacripante se calientan el pico tratando, el primero, de ladrón al segundo, y éste respondiéndole que más ladrón será él. -N. del T.: Situaciones similares se recuerdan en las mejores familias, desde la guerra de Troya, y continúan, sin distingos de rango social, hasta el presente, en cualquier debate político-. Lo que sigue emula ya un combate de fieras, puesto que:

Tal como suelen dos perros furiosos,
por envidia o por un odio movidos,
acercarse, los dientes rechinantes,
ojos torvos y rojos como brasas,
y a morder se arrojan, llenos de rabia,
con ásperos gruñidos y encorvados,
así a las espadas, con gritos fieros,
se arrojan a la par los caballeros.

Parecería que el moro lleva las de ganar, pues está a caballo, y no cualquier caballo, en tanto Reinaldo embiste de a pie. Pero hete aquí que el fiel Bayardo no responde ni a las espuelas ni a las riendas. Cuando Sacripante quiere hacerlo correr, se empaca. Cuando tira del freno para que alce las patas, camina o galopa. Antes que seguir padeciendo esa vergüenza, el guerrero moro decide bajarse. Se toma del arzón y salta a tierra.

Liberado el moro con salto ligero
de la obstinada furia de Bayardo,
pudo comenzar la digna brega
de aquel par de ardidos paladines.
Suena una espada y otra, bajo, alto,
remedando el martillo de Vulcano
en la caverna humosa en que batía
los fulgores que Júpiter blandía.

Ora van a fondo, ora con fintas:
son los dos maestros en el juego;
van erguidos, luego agazapados,
ora se cubren, ora se revelan,
avanzan fieros, luego retroceden,
devuelven ahora el golpe, esquivan;
gira sobre sí mismo uno y, si puede,
se afirma allí en donde el otro cede.

Por fin Reinaldo, con la espada en alto,
a Sacripante todo se abalanza;
él levanta el escudo, que es de hueso
con una plancha de metal templado.
Lo cala bien Fusberta, aunque es duro: *
gime y resuena la foresta entera.
Como hielo crujen metal y hueso,
y el brazo del moro queda tieso.

La dama presiente que su protector no saldrá bien parado del combate. Angélica, ya lo sabemos, desprecia hondamente al guerrero franco. Sube pues al caballo y sin más trámite vuelve a correr por la selva conocida, pero siempre inextricable. Y por cierto, muy habitada, al punto tal que a poco de galopar, se topa con un eremita.

Atenuado por los años y el ayuno,
sobre un cansino burro se acercaba;
y parecía que nunca hubiese habido
otro de conciencia tan escrupulosa.
En cuanto ve el semblante delicado
de la doncella que se le aproxima,
débil y mal gallarda el alma leve,
toda de caridad se le conmueve.

La dama al frailecito lo interroga
sobre la vía que la lleve a un puerto:
partir de Francia es lo que desea,
para no saber más sobre Reinaldo.
El fraile, que conoce nigromancia,
no duda en prometerle a la doncella
que podrá sacarla de su mal;
y mete su mano en un morral.

Extrae un libro que tiene gran efecto,
pues no bien lee la primera página,
surge un espíritu vestido de criado,
al que le dice qué quiere que haga.
Aquél se va, llevado por lo escrito,
donde los caballeros, cara a cara,
en el bosque siguen, y no al fresco.
Entre ambos se filtra ese diablesco.

Cortésmente, el pequeño demonio con ropa de criado pregunta a los contendientes, que ni siquiera se han dado cuenta de la huida de Angélica, si acaso uno de los dos podrá ganar algo con ese combate, pues en ese mismo momento Angélica viaja hacia París junto con Orlando, quien acaba de adueñarse de ella sin tirar un mandoble ni rajar una armadura. Los paladines no se paran a pensar cómo demonios, precisamente, apareció en ese bosque un tipo vestido de criado, ni mucho menos cómo conoce el motivo de la disputa. Ha aparecido, eso es todo, como un vecino urbano, quien dijese: “A propósito, acabo de ver a Angélica y a Orlando cruzando la calle muy apurados”.
Sin ninguna cortesía, Reinaldo deja al rey Sacripante a pie: monta y se lanza a la carrera, maldiciéndose a sí mismo. Diré ahora, pues el autor me lo permite, por qué el corcel Bayardo se apresura mucho más de lo que le exigen las espuelas: él ha tramado el encuentro de su amo y de Angélica. Prendado de ambos, cuando vio huir a la dama en medio de la batalla, y aprovechando que Reinaldo había desmontado para pelear en iguales condiciones vaya a saberse con quién, siguió a aquélla, de modo tal que obligó a su amo a seguirlo. Se dejó ver por él, pero no atrapar, hasta que logró que se encontrara con la dama.


2. Misión de Reinaldo en Inglaterra


Una molesta nueva le aguarda a Reinaldo en París. Al frente de su malhadado ejército, Carlomagno ha llegado a la ciudad y se prepara a resistir el asedio del rey moro. Todo es actividad: se reparan los muros, se cavan fosos, se almacenan provisiones. El emperador le ordena a Reinaldo partir de inmediato a la Bretaña, que luego fue llamada Inglaterra, a reclutar tropas y conseguir aliados.
Nunca Reinaldo ha recibido una orden con mayor disgusto, puesto que Carlos no le da ni un día para que busque a su amada. En menos de lo que canta un gallo, el paladín se ve en Calais, a bordo de un buque. A pesar de las malas condiciones del tiempo, decide partir.

Contra la voluntad de los pilotos,
por el deseo de volver llevado,
entró en el mar turbio, enfurecido,
que amagaba con una gran procela.
El Viento pareció que se agraviaba
por el soberbio aquel, y con borrasca
levantó el mar en torno, con tal rabia
que lo mandó empapar hasta la gavia.

Bajan velas los expertos marinos,
pensando en dar la vuelta de inmediato,
para volver al puerto desde donde
soltaron cuerda en tan mala hora.
"No será que consienta (dice el Viento)
la licencia que ustedes se han tomado",
y sopla y amenaza con naufragio
si avanzan más allá de tal sufragio.

Ora a popa, ora a orza, soplar oyen
al viento que no cesa y va creciendo:
de aquí para allá con sus pobres velas
van girando y corriendo sobre el mar.
Pero como varias tramas y telas
son las que urdir, por mi parte, intento,
dejo a Reinaldo en la proa calante
y vuelvo a su querida Bradamante.



3. Lo que un guerrero contó a Bradamante


“Su” querida, sí, pues Bradamante no es sino la hermana de Reinaldo, hija también, pues, del duque de Amón. Una sola vez ha visto en medio de la batalla a Rogelio, el paladín de los sarracenos, y ambos se enamoraron.
Rogelio es nieto del rey moro Agolante,  al que Mateo María Boiardo, autor de Orlando enamorado, imagina como muerto por el joven Orlando. La "desesperada hija de Agolante", madre de este Rogelio y esposa de Rogelio de Risa (en Reggio Calabria), es Galaciela, quien a su vez vuelve al África desde Risa tras la batalla de Aspramonte y la muerte de su marido. Allá ha nacido el actual Rogelio. La antigua Chanson d'Aspremont nos dice, en cambio, que el héroe que nos ocupa nació en suelo italiano, antes del regreso de la dama sarracena a su patria, pero no hemos de tenerlo en cuenta, quizá porque ese canto ha sido escrito en francés. Sólo pensemos que nuestro Rogelio tiene sangre cristiana y musulmana, lo cual, a los fines de este relato, tampoco importa demasiado, aunque el autor no quiera confesarlo.
Ahora, Bradamante rastrilla el bosque en busca de Rogelio, así como su hermano lo hacía en busca de su caballo, en tanto Angélica huía a todo trapo de Reinaldo. De Orlando, el despechado campeón que llevó a Angélica a Francia, nada sabremos hasta que este poema avance lo suficiente.
Una vez que Bradamante tiró de su montura al rey Sacripante, humillándolo de manera inolvidable, siguió su camino hasta encontrar uno de esos providenciales arroyos o fuentes de los que dispone este bosque, donde suelen los caballeros llorar o perder su yelmo o encontrarse con fantasmas. Y precisamente a un guerrero acongojado es a quien encuentra la bella guerrera en la florida orilla de una fuente.
El caballero no tarda en contarle los motivos de su pena, creyendo que habla con un hombre. También ha participado del combate bajo los Pirineos, insólitamente acompañado por su bella dama. Descansaba junto a ella, cuando vio venir a un combatiente montado en un caballo alado. Antes de que pudiera decir ¡oh! el extraño le arrebató la dama. Inútil fue tratar de alcanzarlo, galopando en medio de peñas y pedregales, mientras el otro volaba. Luego de atravesar horribles gargantas y barrancos, llegó extenuado a un valle, y allí, sobre un promontorio, divisó un increíble castillo, forjado íntegramente en metal en la laguna Estigia, es decir, en el infierno, según supo a posteriori. Hacen su aparición en ese escenario dos jinetes, precedidos por un enano. Se trata de Rogelio y Gradaso. Nuestro caballero contempla entonces un rarísimo combate.

“Comenzó a elevarse poco a poco,
como hacen las grullas peregrinas,
que corren primero y luego vuelan
sobre la tierra, a una o dos brazas,
y cuando están arriba esparcidas,
veloces se muestran con sus alas.
En lo alto el mago ahora se mueve,
más que donde un águila se atreve.

“Cuando le plugo, volvió el caballo,
que las alas cerró y bajó a plomo,
como baja el halcón amaestrado,
que ve elevarse ánade o paloma.
Con la lanza en ristre el caballero,
viene hiriendo el aire con gran ruido.
Aquél apenas su calar campea,
pues ya le está encima y lo golpea.

“Sobre Gradaso el asta rompe el mago,
hiere Gradaso viento y aire en vano,
y por esto el volador no se detiene
y vuelve a alejarse con batir de alas.
El grave encuentro hace inclinar la grupa
sobre el verde prado a la gallarda alfana.
El de Gradaso era un corcel señero,
de los mejores en el mundo entero.

“Hasta las estrellas el volador vuelve;
gira y regresa, rápido, abajo,
y va hacia Rogelio, pues no lo advierte
Rogelio, que estaba atento a Gradaso.
Rogelio el durísimo choque esquiva,
y su corcel recula algunos pasos;
cuando se vuelve a golpear, feroz,
lo ve volar al cielo muy veloz.

Hasta altas horas dura la batalla. El nigromante decide finalmente terminarla de una manera imprevista, aunque muy digna de sus artes.

“De un buen trapo de seda había tapado
el escudo en su brazo el luchador celeste.
Como pudo, no sé, tanto cuidarse
de tenerlo oculto en aquel estado,
que no bien decide mostrarlo descubierto,
fuerza es que el otro quede deslumbrado;
y caiga, como cuerpo muerto cae. **
Y el mago a su dominio lo substrae.

“Brilla el escudo a modo de piropo,
ninguna luz es tan resplandeciente.
Caen en tierra ante el fuerte resplandor,
que la vista ciega y el alma oscurece.
Perdí también yo el sentido, y luego
de largo espacio pude volver en mí;
guerreros ya no vi, sino aquel enano;
vacío el campo, oscuros monte y llano.”

Si primero el corazón de Bradamante se ilumina al escuchar el nombre de Rogelio, luego se entristece. Comprende que en aquel fabuloso castillo está preso su amado y quiere ir por él. Pero sólo puede guiarla el guerrero sollozante. De modo que lo disuade. El otro no puede creer que este embozado caballero quiera ir a una prisión casi segura. No tiene, sin embargo, otra cosa que hacer, sino penar por su nada, y acepta regresar a la peña del nigromante. Mala es la decisión que ha tomado la doncella guerrera, al menos en lo inmediato.


3. La traición del guerrero pesaroso


A poco andar, llega, tan imprevista y a la vez tan naturalmente como otros personajes, el mensajero que hemos visto, el cual viene a decirle a Bradamante que sus ciudades están en peligro. Son todas las que están sobre el mar entre el Varo y el Ródano. Piensa algo rápidamente Bradamante, pues no quiere abandonar su actual empresa. Instruye al mensajero y prosigue. Ha revelado con eso su origen y convertido a su guía en su enemigo, pues no es otro que el conde Pinabel, de Maguncia, cuya familia está mortalmente enemistada con la de Bradamante.
Cabalga siempre a cierta distancia de Pinabel, ya que  el otro se adelanta, con ánimo de perderla antes que matarla, hasta que divisan un monte. Hacia él galopa ahora el maguntino. Habrá de alcanzarlo, no obstante, la doncella, cuando él acabe de descubrir allí una caverna con un trabajado portal.

Cuando ve el traidor que sale mal
lo que primero había pensado
-perderla; luego, si no, matarla-,
imaginó un argumento extraño.
Se la encuentra y la hace trepar
donde el monte estaba perforado,
y le dice que vio, donde la lleva,
una dama dentro de la cueva.

Bello semblante, ricos vestidos,
parecía de condición noble,
en verdad algo turbada y triste,
tal vez allí presa por la fuerza.
Por saber de la condición de ésta,
había comenzado a descender,
pero desde el fondo de la cueva
sale uno que dentro se la lleva.

Bradamante era tan animosa
cuanto poco cauta, y le cree a Pinabel;
desea ayudar a la cautiva de la cueva
y piensa cómo puede descender.
La cima de un olmo muy frondoso
observa y elige una rama larga;
con la espada rápido la corta
y hacia la caverna la transporta.

Da a Pinabel unas de las puntas,
se toma ella a su vez de la otra
y los pies extiende hacia la cueva;
de los brazos cuelga toda entera.
Sonríe Pinabel y le dice
que ella salte; la mano abre y tiende,
diciendo: "¡Ojalá contigo fuera
tu laya, y nunca más la viera!"

No como quiere el felón adviene
de la inocente joven la suerte;
porque, rodando sin parar, cae
antes al fondo la rama noble.
Aunque se rompe, salva a la dama,
que se hubiera muerto en la caída.
Yace aturdida la dama tanto
cuanto le diré en el otro canto.

Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino

* Fusberta es el nombre de la espada de Reinaldo.

** Ultimo verso del Canto V del Infierno en la Divina Comedia, de Dante Alighieri, citado con apenas la modificación del verbo: E caddi, come corpo morto cade es el verso dantesco (y caí, como cuerpo muerto cae).

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