domingo, noviembre 05, 2006

Lo imperdonable


La editorial Selecciones de Amadeo Mandarino edita La nuez de oro y otros ensayos, libro de la poeta y ensayista italiana Cristina Campo (Bolonia 1923-Roma 1977), que reúne el material publicado en diversos números de la revista Sur, en Buenos Aires, y un reportaje traducido por Ernesto Montequin, quien estuvo a cargo de la edición general. Es este el primer libro de Cristina Campo editado en la Argentina. Se reproduce aquí una de las seis partes que integran el ensayo "Los imperdonables".

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II

Pero es cierto, la temen
más que a la muerte, la belleza es temida
más que la muerte, más que lo que temen
a la muerte.

William Carlos Williams

Perfección, belleza. ¿Qué significan? Entre las definiciones, una es posible. Es un carácter aristocrático, más aún, es en sí la suprema aristocracia. De la naturaleza, de la especie, de la idea. También en la naturaleza es cultura. El porte erecto, delicado de la muchacha de la Costa de Oro es obra de siglos de natación, de tinajas de arcilla equilibradas sobre la cabeza, de danzas y cantos de iniciación más complicados que el gregoriano más puro. Si faltara uno solo de los tres elementos –piedad, libre juego, artes femeninas–, la perfección no ceñiría aquellos miembros con su velo casto e imperioso. A través de milenios, por decirlo así, el árbol del paraíso expresó al ave-lira; las manos enlazadas por largo tiempo se convirtieron al fin en arcos góticos.
Hoy que todo eso es ultrajado y destruido, irrecuperable y sin embargo siempre presente, como la espina envenenada bajo la uña, el hombre ha tenido que convertirlo en objeto de horror sagrado. Todo recuerdo del tiempo celeste sea apartado, sepultado en el huerto del alfarero. Sea, sobre todo, negado. Ya que se sabe que la perfección es, ante todo, esto, que se ha perdido: el saber durar, la inmovilidad. El hombre sumido en meditación, la mujer en el umbral, el monje genuflexo, el prolongado silencio del rey. O el animal en acecho o dedicado a industrias delicadas. El hombre ha echado fuera de sí este aéreo y terrible peso: silencio, espera, duración. Y aquí está viviendo su paranoico terror de “sentimiento y precisión, humildad, concentración, gusto”. ¿Cómo exigir, por otra parte, el valor del grito desgarrador: “Belleza, alejate de mí, te temo, tu recuerdo me lacera, maldita seas”? Como el grito de Eva expulsada, todo esto reclama velos, la oscuridad de la selva. Y he aquí los atentados indirectos a los servidores de lo irrecuperable: gracia, ligereza, ironía, sentidos finos, ojo firme y exigente. O, para usar términos teológicos: claridad, sutileza, agilidad, impasibilidad.

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