miércoles, mayo 30, 2007

Hace años -debe de haber sido en 1956 ó 1957-, cuando yo era adolescente -estaba casado y me ganaba la vida como recadero de una farmacia de Yakima, una pequeña ciudad del este del estado de Washington-, una vez fui en coche a llevar un medicamento a una casa de la parte alta de la ciudad. Me invitó a entrar un hombre despierto pero muy viejo que llevaba puesta una chaqueta de punto. Me rogó que por favor esperara en el cuarto de estar mientras buscaba su chequera.

En el cuarto de estar había muchos libros. De hecho, había libros por todas partes; encima de las mesas, en el suelo, junto al sofá -todas las superficies disponibles se habían convertido en sitios aptos para dejar libros encima-. Incluso había una pequeña biblioteca apoyada en una de las paredes de la habitación (anteriormente, yo nunca había visto una biblioteca privada; hileras e hileras de libros colocados en estantes en la residencia privada de alguien). Mientras esperaba, paseando la vista por el cuarto, me fijé que encima de una mesita había una revista con un curioso y, para mí, sorprendente nombre en la tapa: Poetry. Estaba pasmado, y la cogí. Era la primera vez que veía una «revista de poca circulación», por no decir una revista de poesía, y me había quedado mudo. Puede que sintiera envidia: también cogí un libro, uno que se titulaba The Little Review Anthology, editada al cuidado de Margaret Anderson. (Debería de añadir que para mí era un misterio lo que significaba «editada al cuidado de»). Recorrí las páginas de la revista y, tomándome todavía más libertades, empecé a hojear las páginas del libro. En el libro había muchísimos poemas, pero también fragmentos en prosa y lo que parecían observaciones o incluso páginas enteras de comentarios sobre cada poema seleccionado. ¿Qué demonios era aquello? Anteriormente yo nunca había visto un libro así -ni, claro está, una revista como Poetry-. Pasaba la vista de una a otra de aquellas dos publicaciones, y en secreto sentí la necesidad de poseerlas.

Cuando el anciano terminó de llenar el cheque, dijo, como si me leyera la mente: «Puedes llevarte ese libro, hijo. A lo mejor encuentras algo que te guste. ¿Te interesa la poesía? ¿Por qué no te llevas también la revista? Puede que algún día llegues a escribir algo. Si lo haces, tienes que saber adónde mandarlo».

Adónde mandarlo. Algo -no sé exactamente qué, pero noté que había sucedido algo de gran importancia-. Yo tenía dieciocho o diecinueve anos, estaba obsesionado con la necesidad de «escribir algo» y por entonces ya había hecho unos cuantos intentos fallidos con algunos poemas. Pero, la verdad, nunca se me había ocurrido que pudiera existir un sitio al que uno pudiera mandar esos esfuerzos con la esperanza de que los leyeran y hasta, algo perfectamente posible -increíblemente, o así me lo parecía-, pensaran en publicarlos. Pero allí mismo, en la mano, tenía la prueba visible de que existían personas responsables en ciertas partes del vasto mundo que editaban, Dios santo, una revista mensual de poesía. Estaba pasmado. Me sentía, como he dicho, en presencia de una revelación.
Raymond Carver
Un sendero nuevo a la cascada. Visor, Madrid, 1993. Traducción de Mariano Antolín Rato

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