domingo, junio 23, 2013

Poemas elegidos, 44


Jorge Fondebrider
(Buenos Aires, 1956)

Escrito sobre una mesa de Montparnasse, de Raúl González Tuñón
Mis primeros intentos de leer poesía escrita en castellano durante la adolescencia fueron un fracaso. Supongo que  mucho tuvo que ver el azar: no tuve suerte con los autores, no me hablaban, no eran para mí. Creo que el primero fue Nicolás Guillén, que me pareció francamente horrible. Pablo Neruda y sus Veinte poemas… me resultaron empalagosos (debo decir que nadie me dijo que probara suerte con Residencia en la tierra), a los españoles siempre los toleré mal y los argentinos, hasta entonces, eran apenas el soneto dominguero de La Nación, que, por lo general, no era de Borges. Por eso, cuando entré en la escuela secundaria, gracias a algunos compañeros y al bibliotecario del colegio descubrí un montón de poesía que estaba escrita en ese otro castellano, no el de la tradición, sino el de la traducción, al que por mucho tiempo di por bueno. Y ahí aparecieron Walt Whitman, espléndidamente traducido por el ecuatoriano Francisco Alexander, Ezra Pound traducido por Carlos Viola Soto o Marcelo Covián, Cesare Pavese traducido por Horacio Armani, Edgar Lee Masters traducido por Alberto Girri, Dylan Thomas por Elizabeth Azcona Cramwell, Stéphane Mallarmé en la increíble traducción de Raúl Gustavo Aguirre, y Montale, Ungaretti, Saba, para no hablar de Wallace Stevens, o William Carlos Williams, o Theodore Roethke (que siempre me pareció un Dylan Thomas del otro lado del Atlántico). Después, a los 20 años, durante una larga temporada que me tocó estar en París, “descubrí” casi por casualidad la literatura argentina. Para ese entonces ya venía pertrechado con Borges, pero sumé a Roberto Arlt y muy fundamentalmente a Raúl González Tuñón. Y el Tuñón que más me gustó fue justamente el que, también de paso por París, se tomó el trabajo de devolvernos su propia versión de la Argentina. Me refiero al Tuñón de La calle del agujero en la media, el de “La cerveza del pescador Schiltighein”, “Poema del Boulevard Saint-Michel” y, sobre todo, “Escrito sobre una mesa de Montparnasse”. A ese poema vuelvo cada vez que quiero explicarle a alguien en qué consiste lo mejor de la argentinidad, olvidándome, de paso, del profundo asco que hasta el día de hoy me producen los milicos, de las muchas reencarnaciones de los peronistas –un movimiento, a no olvidarlo, también fundado por un militar y que por lo tanto exige una disciplina vertical– y de los siempre timoratos radicales, temerosos incluso de sus propias sombras. En ese poema, que como muchos otros poemas de Tuñón llevan a pensar en Valéry Larbaud o en Blaise Cendrars, se lee: “Vengo de Buenos Aires, digo a mis amigos desconocidos, /de Buenos Aires que es tres veces más grande que París /y tres veces más pequeña. /Y aunque mi sombrero y mi corbata y mi espíritu canalla /sean productos perfectamente europeos /soy triste y cordial como un legítimo argentino”. Entiendo que ambas afirmaciones son ciertas, pero no es todo. Tuñón también me revela casi mágicamente en qué consiste la eufonía, cuando escribe: “quisiera irme al Turkestán porque Turkestán es una bonita palabra /y mi amigo Michel Berboff nació en Turkestán”. Desde mi punto de vista, se trata de un plan del todo extraordinario, presentado de manera ejemplar. Pero, si se me permite, voy a volver atrás, justamente a la estrofa que dice: “Los gatos se calientan al sol /pero un hombre necesita de la buena lumbre, de la buena carne y de la mujer /siquiera dos veces a la semana”. No leí en ninguna parte que alguien haya advertido que Tuñón incurre en esos versos en una serie de flagrantes galicismos (la varias veces reiterada repetición “necesitar de”, como traducción literal de avoir besoin de; “siquiera” por “al menos”) y me parece que se debe a que el poema se siente tan argentino que, como en el caso de la lengua que usamos –a la que, de paso, poco le importa cómo se dicen las cosas en España–, admite todo tipo de licencia casi como la fe. Tuñón me dio al Gelman que alguna vez me gustó, que me dio a Vallejo. Casi enseguida vinieron César Fernández Moreno, Francisco Madariaga, Edgar Bayley y, muy especialmente, Joaquín O. Giannuzzi. Parafraseando a Macedonio Fernández, duermo de ese lado.




Escrito sobre una mesa de Montparnasse

Una tarde por el ancho rumor de Montparnasse
por ese aire de provincia tan confianzudo y claro
–cada ventana paga su pedazo de sol con una canción,
anduve bebiendo el buen vino rojo y alegre como una canción,
rojo y alegre como una revolución.

Y entonces, pensé: ¿qué haré ahora de mi vida?
Tengo dos amigos, un saxofonista y un vendedor de globos.

Ellos me han dicho: viene el invierno y eso es terrible.
Los gatos se calientan al sol pero un hombre necesita
de la buena lumbre, de la buena carne y de la mujer
siquiera dos veces a la semana.

Algunas mujeres me han detenido en Montmartre
pero me piden cigarrillos y cien francos
y yo solo puedo darles ágiles besos casi inéditos
y hablarles de mi país sin que ellas me comprendan
y decirles que Blanca Luz está en Méjico
sin que ellas me pregunten quién es Blanca Luz.

Una noche bajo la vieja luna de París degollada en los techos
–la luna que alumbra a los enamorados y a los cobardes–
yo vi cómo en un alto balcón
se amaban un muchacho y una muchacha.

Vengo de Buenos Aires, digo a mis amigos desconocidos,
de Buenos Aires que es tres veces más grande que París
y tres veces más pequeña.
Y aunque mi sombrero y mi corbata y mi espíritu canalla
sean productos perfectamente europeos
soy triste y cordial como un legítimo argentino.
Diría: soy un pobre muchacho abandonado aquí
como una valija rotulada en todas las aduanas del mundo
y quisiera irme al Turkestán porque Turkestán es una bonita palabra
y mi amigo Michel Berboff nació en Turkestán.

Pero si yo pudiera llevar a la práctica algo que hace días reflexiono:
¡Ponerme a gritar sobre la Torre Eiffel con afilados gritos
para que venga una mujer y me ame!

¿Conocen ustedes el Neuquén?
Allí hay cabañas de troncos de árboles
y pulperías en donde venden conejillos y libros de Maurice Dekobra.

¿Y Tucumán? En Tucumán solo puede buscarse
la noche en los ojos de sus
mujeres y las guitarras de sonoras y floridas parecen patios.

¿Y Mendoza? En Mendoza los niños saben cantar
porque han nacido al borde de las acequias.

¿Y La Rioja? Yo anduve por ahí adolescente y barbudo como un gitano
y gané una elección con cincuenta pesos y una vaca,
absorto, como Buster Keaton.

¿Y Santa Fe? En Santa Fe viví treinta días en un convento
con ocho frailes franciscanos que iban doblándose hacia el suelo.
Los duendes venían hasta mi cuarto trayéndome briznas de sol
y por la noche se ocultaban en las hornacinas
para hacerles señas a los perros sin dueño y a los viajeros extraviados.

Nosotros tenemos además estaciones abandonadas, pozos de petróleo
y escuelas rurales, como en los cuentos de Bret Harte.

Pero lo que no tenemos es la alegría verdaderamente constante,
la risa verdaderamente pura,
el corazón verdaderamente libre.

Y no se hable de mi corazón.
Yo quisiera
anunciar la función de los circos
dando puñetazos a las estrellas rojas.

Yo quisiera escupir los vidrios de un expreso de lujo
para que rabien los millonarios.

Yo quisiera interrumpir todas las comunicaciones telefónicas
para ver si encuentro una palabra, una sola palabra para mí
y abrir toda la correspondencia del mundo por ver si alguien
una sola persona tiene un recuerdo, un solo recuerdo para mí.

Yo quisiera explotar una bomba, derrocar un gobierno,
hacer una revolución con mis manos amigas del
cristal, de la luz, de la caricia
–destruir todas la tiendas de los burgueses
y todas la academias del mundo–
y hacerme un cinturón bravío de rutas
inverosímiles como Alain Gerbault
para que venga Blanca Luz y me ame.

Raúl González Tuñón (Buenos Aires, 1905-1974)


Foto: Jorge Fondebrider en París, 2012

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