martes, septiembre 24, 2013

Orlando en verso y prosa, VI

1. El caballero negro

Pobre quien mal obrando se confía
en que siempre estará el delito oculto:
cuando todo calla, en torno gritan
el aire y la tierra en que está sepulto.
Dios suele hacer que el pecado lleve
al pecador, luego de un breve indulto,
a acusarse a sí mismo, sin encuesta
que sea expresamente manifiesta.

Polineso apuró él mismo el triste desenlace de su fraude. Podría no haber hecho nada y tal vez nadie se habría enterado, pero al ordenar el asesinato de Dalinda, se condenó a sí mismo. Apurando una segunda felonía, reveló toda la madeja de su mal.
Pero es hora de que sepamos quién era el caballero negro que defendió a Ginebra. Instado por el rey, los cortesanos y la multitud, el héroe enmascarado se quita el yelmo. No es otro que Ariodante.

Ariodante, por quien Ginebra lloró
creyéndolo muerto; y el hermano, y el rey,
y la corte, y el pueblo entero, y todos;
que tanto era su valor, tanto brillaba.
Por esto, del peregrino pareció
que había mentido todo lo narrado.
Aunque era cierto que, desde aquella roca,
lo vio arrojarse al océano de boca.

Pero (suele sucederle al desesperado,
que de lejos a la muerte llama y desea,
y la aborrece cuando la tiene próxima,
porque le parece ese trago acerbo y duro),
Ariodante, luego de que se tiró a la mar,
se arrepintió de hacerlo; y como era tan fuerte,
y diestro, audaz, y más que otros preparado,
a flotar se dio, y volvió a la orilla a nado;

y abominando y proclamando loco
aquel deseo de dejar la vida,
empezó a caminar, mojado y débil,
y pudo hallar refugio en una ermita.
Se quedó secretamente, hasta que,
difundida que fuese la noticia,
supiera si Ginebra se alegraba,
o si triste y piadosa se mostraba.

Se enteró así que por el gran dolor
ella estuvo muy cerca de la muerte
(la fama viajó de tal modo fuera
y dio que hablar a toda aquella isla):
era lo contrario a lo que esperaba,
luego de lo que creyó ver, dolido.
Y supo dicho el acto condenable
en la corte del padre, venerable.

Por el hermano, no arde mucho menos
que lo que arde de amor por su Ginebra;
la acción de él le parece cruel, impía,
aun cuando la sostenga en su memoria.
Sabe además que no habrá en todo el reino
un paladín que quiera defenderla
(pues Lurcanio es tan fuerte y tan gallardo
que todos tienen miedo de enfrentarlo;

y quien lo conociera lo sabía
tan discreto, tan prudente y tan sabio,
que si la acusación no fuese cierta
no se pondría en riesgo de ser muerto;
por esto es que dudaban casi todos
de asumir decididos la defensa);
Ariodante, tras un largo debatirse,
decide que asistirá para medirse.

"¡Ah desgraciado! -decía-; no puedo
soportar que por mis manos él muera;
sea mi propia muerte amarga y mala,
si veo que perece por mi causa.
Pero ella es mi dama, ella es mi diosa,
es la luz pura que más me ilumina:
amerita que, para su salvación,
me arme yo, y me inmole en esa acción.

"Sé que con esto no soy justo: sea;
y si muerto, ni eso me conforta,
porque sé que, a causa de mi muerte,
morirá también esa hermosa flor.
Triste consuelo me dará la muerte:
que, si su Polineso dice amarla,
ella muy claramente habrá podido
ver que en su ayuda ahora no ha acudido;

y de mí, a quien hirió expresamente,
verá que he combatido por salvarla.
De mi hermano que pretende inmolarla,
me vengaré de una u otra forma;
le dolerá, cuando haya comprendido
a qué condujo este pésimo asunto:
cree que podrá vengar a su hermano,
y le habrá dado muerte con su mano."

Resuelto que tuvo esto en su cabeza,
halló nuevas armas, nuevo caballo
y túnica negros; escudo negro
halló, con franjas verdes y amarillas.
Encontró por ventura un escudero
desconocido en aquella comarca;
todo de negro, como he narrado,
se presentó ante su hermano, armado.

El rey se alegra tanto por la noticia cuanto se había alegrado de que su hija no tuviese que ser sacrificada por una ley que él mismo mantenía. Concede sin dudarlo la mano de la princesa al joven noble italiano y como dote le da el ducado de Albany. Reinaldo impetra gracia por la infeliz Dalinda. Es perdonada y marcha a vivir a un convento en Dacia. *
Terminado de la mejor manera el incidente, es hora de volver a alguna de las otras tramas de este relato.


2. La isla hechizada


Tiempo hace que, a caballo del hipogrifo, Rogelio ha dejado atrás el mar que sellan  las Columnas de Hércules. Comienza a preocuparse. Incluso, tal vez, a temblar.
Nadie vuelva tan rápido como el hipogrifo. Nadie ni nada. Pero el monstruo alado también suele cansarse, a juzgar por el hecho de que, en cierto punto, el movimiento de sus alas mengua y comienza a descender en círculos sobre una isla. No hay empero tal cansancio.  El hipogrifo está cumpliendo un programa dictado por los encantamientos de Atlante, que no se resigna a abandonar a su suerte a Rogelio.
La isla es, como cabría esperar, paradisíaca.  Suaves pendientes, bosquecillos encantadores, umbrosas rocas, fuentes transparentes se ofrecen a la vista de Rogelio.  En los prados vagan libremente ciervos y conejos. El laurel perfuma el aire. Cantan los ruiseñores.
El paladín ata al salvaje, y hasta entonces indomable hipogrifo, como a un manso caballo, se quita el duro yelmo, se descubre las manos enguantadas de fierro, y hacia la marina y los montes vuelve la cara para refrescarse. Moja con agua de una fuente los labios resecos y comienza a beber, pero es interrumpido por los nerviosos movimientos del hipogrifo, que continúa atado a un mirto.


Como el tronco que ya toda su médula
ha perdido y que fue puesto en la hoguera
y, por el calor, el aire atrapado
en sus entrañas se calienta y lo hincha,
y dentro resuena y bulle con ruido,
hasta que lanza afuera todo el furor,
así resuena, grita y se desboca
el mirto herido, al fin llena la boca. **

Con tristísima y quejumbrosa voz
sacó expedita y clara la palabra
y dijo: "Si eres tú cortés y pío,
como demuestra tu buena presencia,
saca a este animal del árbol en que estoy,
me basta con el mal que me castiga,
sin que mayor dolor o pena fiera
venga a atormentarme desde afuera."

Al primer sonido de tan rara voz,
Rogelio se volvió y se incorporó,
y cuando oyó que venía del árbol,
quedó más asombrado que ninguno.
Fue prestamente hacia el caballo alado
y con la cara roja de vergüenza:
"Quien seas, perdóname el ultraje,
alma -dijo- o diosa del follaje.

"Yo no supe que podía esconderse,
bajo silvestre faz, un alma humana:
me ha confundido esta hermosa foresta
y le hice injuria a su mirto viviente;
pero no quede yo sin la respuesta
acerca de quién, en cuerpo enzarzado,
con voz de un alma racional no muere;
así Dios del granizo te libere.

"Y si puedo, más tarde, compensarte
de alguna manera el daño infligido,
por una bella dama te prometo
-con ella dejé lo mejor de mí-
que por igual con actos y palabras
cuando sea preciso habré de honrarte."
Mientras él a sus dichos fin ponía,
el mirto, infeliz, se estremecía.

Revela el mirto el alma que encierra: es Astolfo,  paladín de Francia, heredero de Inglaterra, primo de Orlando , de Reinaldo y de Bradamante.  Ha llegado a esa isla por un maldito encantamiento tramado por una maga. Ha sido la amante de ella. Luego,  la maga lo convirtió en mirto. Todo comenzó cuando regresaba con Reinaldo y otros desde las islas del Índico, por las playas de aquel lejano mar. Caminaban los caballeros bajo el sol y el viento seco. La maga Alcina solía pescar por allí atrayendo la pesca hacia su costa. Y no solo peces pescaba.

"Veloces corrían los delfines;
iban con la boca abierta los atunes;
los cachalotes, las focas se acercaban,
arrancados de su pereza marina;
salmonetes, corvinas, salpas, salmones,
nadaban en rápidas hileras;
bigotudos, peces sierra, orcas, ballenas
poblaban, monstruosos, las arenas.

"Vimos una ballena, la más grande
que jamás fuese vista en ningún mar;
once pasos se alzaba por encima
de las ondas su gigantesca espalda.
Caímos todos en el mismo error:
como estaba detenida, inmóvil,
creímos estar ante un gran islote
pero era un soberano cachalote.

"Alcina hacía salir peces del agua
con palabras y puros encantamientos.
Alcina nació con el hada Morgana,
no sé decir si del mismo parto, o antes
o después. Me miró Alcina, le gustó
mi aspecto, según bien lo mostró su cara.
E imaginó, con ingenio y con engaño,
apartarme. Y se dispuso a hacer el daño.

"Salió al encuentro con cara amigable,
graciosos y reverenciales modos,
y dijo: -Caballeros, si les place
ser hoy agasajados en mi casa,
puedo ofrecerles las piezas del mar:
muchos peces de distintas especies,
escamosos, lisos, hasta con pelo:
hay tantos, como estrellas en el cielo.

"Si quieren contemplar una sirena,
que con dulcísimo canto aquieta el mar,
debemos ir hacia ese promontorio,
al que suele venir para estas horas."
Y nos mostró la ballena enorme que,
ya dije, parecía un gran islote.
Y yo siempre (no menos esa vez)
voluntarioso, fui y me subí al pez.

"Reinaldo hacía señas -igualmente
Dudón- de que no fuese. Pero fui.
La maga Alcina, con cara dichosa,
siguió mis pasos y dejó a los otros.
El cachalote al que había encantado
comenzó a nadar sobre el oleaje.
Me arrepentí de esta estupidez
cuando estábamos lejos, sobre el pez.

Así el primo de Bradamante, paladín de Francia y heredero de Inglaterra, se arrojó a los brazos de Alcina, que lo colmó de delicias amatorias en un riquísimo palacio. Pronto sin embargo cayó en desgracia. Y entonces supo la cruel verdad: los amantes de Alcina terminaban convertidos en plantas, fuentes, piedras o bestias.
Recluida en otro castillo,  la hermana de Alcina, Logistila, mantiene una porción de la isla. Y así como Alcina y Morgana encarnan la vileza y la lascivia, Logistila es la imagen de la pureza y la honestidad.
Nada puede hacer Rogelio en bien de Astolfo, al menos por el momento. Decide pues marchar hacia el castillo de Logistila llevando al hipogrifo de las bridas. De lejos avizora el palacio de oro de Alcina, pero sigue decididamente la senda del bien. No ha de ser fácil. Le sale al encuentro no precisamente una comitiva de recepción.

No fue vista jamás tan extraña mezcla
de rostros horribles y gestos aun peores;
algunos, del cuello abajo, tienen forma humana
pero cara de simio, rostro de gato;
algunos dejan huellas de cabra,
otros son centauros ágiles y ligeros;
hay jóvenes impúdicos, viejos felones;
van desnudos o se cubren con jirones.

Hay quien galopa en un corcel sin freno,
quien van en un asno o en lomos de un buey;
unos montan la grupa de un centauro,
avestruces otros, águilas, grullas;
alzan el cuerno éstos, ésos la copa;
son machos o hembras o ambas cosas;
portan ganchos unos, otros escalas;
limas en la mano, sogas o palas.

Tenía el capitán de todos ellos
el vientre tan hinchado como el rostro;
iba sentado sobre una tortuga
que avanzaba muy despaciosamente.
Lo sostenían de uno y de otro lado,
porque estaba ebrio y no veía nada.
Le enjugaba la frente este rebaño,
y agitaban el aire con un paño.

Uno que tenía piernas y tronco humanos,
y cabeza, orejas y cuello de perro,
comenzó a ladrarle para que regresara
a la ciudad de oro que había pasado.
Le responde nuestro caballero: "No lo haré,
mientras tenga la fuerza para blandir ésta",
y le muestra la espada, cuya dura punta
resplandece vivamente y contra él apunta.

El monstruo lo quiere herir con una lanza,
pero Rogelio se mueve hacia un costado
y lo atiza por el vientre con la espada,
que lo traspasa, hasta emerger un palmo.
Carga el escudo y los embiste a todos,
aunque la turba enemiga es poderosa:
a uno aquí pincha; a otro, más allá, aferra;
el hierro gira sin fin y les da guerra.

Vuela dientes, rompe cabezas, pechos,
atravesando aquella infame raza;
a su espada no la para ningún hierro,
ni hay escudo, espaldar, peto, que valgan.
Pero tanto lo estrechan por cuatro lados,
que harían falta, para abrirse espacio
y mantener lejos este pueblo reo,
las manos y los brazos de Briareo. ***

Si hubiese tenido Rogelio la voluntad
de descubrir el escudo del hechicero
(digo, aquel que encandilaba el rostro
y que en el arzón había dejado Atlante),
bien rápido habría abatido aquella turba;
la habría hecho caer ciega a sus plantas.
Tal vez desprecia valerse de ese fraude,
pues quiere que su mérito se laude.

Dos bellas acuden entonces en ayuda del paladín, montadas, semidesnudas, sobre el Unicornio. La turba se aparta al verlas. Complacido y agradecido por la intervención de la jóvenes, acepta Rogelio volver con ellas al muro de oro. Ha caído ya bajo el hechizo pero no lo sabe.

El gran ornamento que rota sobre
la bella puerta y sobresale un poco,
no tiene parte que no esté cubierta
de las más raras gemas del Oriente.
Por los cuatro lados reposa sobre
gruesas columnas de íntegro diamante.
Si es verdadero o falso no comporta:
que sea bello a la mirada importa.

Por el soportal y entre las columnas,
corren jugando lascivas doncellas
que, si el respeto a la mujer debido
guardasen, serían aun mas hermosas.
Están vestidas con ropajes verdes,
y coronadas de ramas verdecidas.
Oferentes y con alegre viso,
conducen a Rogelio al paraíso:

así se puede llamar a aquel lugar,
donde creo que fue parido Amor.
Allí todo son danzas y son juegos,
y siempre festivas pasan las horas;
serio o sapiente, ningún pensamiento
se puede albergar en el corazón;
no entran ni la inquietud ni la inopia;
siempre llena está la cornucopia.

Las bellas amazonas del Unicornio le encomiendan una tarea que Rogelio acepta, pues, dice, salida de esos labios acogería cualquier petición. Se ha enredado.
La tarea es librar aquellos lugares maravillosos de las incursiones de una guerrera loca, Erifila, que monta un lobo gigantesco. Pero esto queda diferido para el siguiente canto.

Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino

* Se supone que Ariosto quiso escribir Dania, nombre latino de Dinamarca. Pero pudo querer escribir, y escribió, Dacia, antiguo nombre del territorio que abarcan Rumania y Moldavia. Esta opción es descartada por algunos comentaristas, con el único argumento de que Dinamarca está más cerca de Escocia. La existencia de caballeros italianos en este episodio no es menos improbable que el viaje de una dama escocesa hacia un remoto convento de Rumania, o que  el grifo de Atlante (cf. Canto IV), sin hablar de que Carlomagno retrocede desde los Pirineos a París prácticamente en menos de lo que canta un gallo (cf. Canto II), etc. Datos todos que pueden robustecer la idea de que lo verosímil no guiaba la pluma de Ariosto.

** La escena evoca el Canto XIII del Infierno, de Dante. En la ocasión, Dante arranca una rama del tronco que alberga el espíritu de Pier della Vigna, canciller del emperador germano Federico II. La comparación con los ruidos provocados por un tronco en el fuego es similar a la que hace Dante, sólo que Ariosto introduce un tronco seco donde Dante puso una rama verde: "Come d'un stizzo verde que arso sia / da l'un de'capi, che del altro geme / e cigola per vento que va via" (Como de una rama verde encendida / por una punta, y que gime por la otra / y silba por el viento que la agita -cigolare, en términos estrictos, vale por rechinar-). Con la sangre, brotan del tronco palabras en aquel séptimo círculo; Virgilio le hace notar a Dante que no ha sabido leer sus versos, es decir, el pasaje de La Eneida donde, al arrancar el pasto que crece sobre el cadáver de Polidoro, Eneas provoca que el cuerpo sangre. Ariosto rinde doble tributo: a Dante y a Virgilio. La sangre unida a la palabra en el Infierno dantesco es simbólicamente crística, sin embargo; no lo es en Virgilio ni en Ariosto. Aunque Pier della Vigna se ha suicidado, su muerte y su infernal padecimiento se parecen a una inmolación, como las de todas las almas que penan en ese bosque, todas suicidas; pero sólo de la rama de Pier della Vigna "usciva insieme parole e sangue" (salían juntas palabras y sangre). Una especie de Evangelio.

*** El gigante de cien brazos de la mitología griega, Briareus para los latinos; universalizado como Briareo.

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